sábado, 29 de agosto de 2015

Laos, Mártires OMI: 3º Miguel Coquelet





Socorrer toda desgracia

El Padre Michel Coquelet, o.m.i.
(1931 – 1961)
Testigo de Jesucristo en Laos
Muerto por la fe el 20 abril de 1961 en Sop Xieng.



Los Misioneros sabían que al quedarse en Laos, dada la situación y el odio de la guerrilla contra la Iglesia, corrían el riesgo de ser asesinados. Conscientes de esa eventualidad, jamás, subrayo el jamás, dijeron ellos que aceptarían de buen grado abandonar  la misión.
Cada uno de ellos dejaba ver claramente que, por el Evangelio en ese país, ellos se entregaban por entero, que compartían plenamente  los sufrimientos y la miseria de la gente. La Iglesia nace de la Cruz y de sacrificio. Esto vale también para la Iglesia en país de misión. (Mons. Alejandro Sataccioli o.m.i.)







Sus años de infancia

Miguel COQUELET nació el 18 de agosto de 1931 al Norte de Francia, en à Wignehies (59), en el seno de una modesta familia obrera, activamente cristiana. Fue bautizado el 23 de agosto en la iglesia parroquial del pueblo, que pertenece a la diócesis de Cambrai.
Su padre, Louis, era electricista de la E.D.T.; su madre, Françoise Grassart, taquimecanógrafa de profesión, dejó su empleo para ocuparse de los hijos. Miguel era el tercero, después de Denyse (3 años) y Jean-Louis (18 meses). Tres hijos más, Raymond, Marie et Thérèse, vendrían después a enriquecer y alegrar el hogar, entre 1937 y 1946.
Todos juntos, formaban una familia alegre y muy unida, como da prueba de ello la frecuente correspondencia mantenida con Miguel –se conservan 228 cartas a los suyos, desde 1948 hasta su muerte- cuando ésta le sorprende todavía no tenía 30 años.
A finales de 1931, Miguel no roto a hablar cuando sus padre salen del Norte para instalarse en Chaintreaux cerca de Nemours en Seine-et-Marne; allí vivirán en la aldea de Grande Borde, en medio de los campos de trigo y remolacha.
De esos antiguos lugares familiares, Miguel no guardará ningún recuerdo: cuando tenía 5 años, la familia va a vivir a 30 kilómetros más lejos, en la pequeña ciudad de Puiseaux en Loiret (marzo 1936). Allí comienza la escuela. El pequeño alumno, aplicado y revoltoso, al año siguiente, al terminar el curso, consigue, al igual que sus hermanos mayores, el Premio de Honor, la más alta recompensa.
Esta distinción, que obtuvieron sus tres hijos, fue la causa que el alcalde del lugar felicitara a su padre. Emigrantes hasta entonces, ¡aquí los tienes bien integrados en el pueblo! “La mamá, cristiana modelo, dice un testigo, no tenía tiempo para dormir. Seis hijos bien vestidos, y horas dedicadas al servicio de la iglesia…”
Gracias al maestro que tuvo a Miguel como alumno de 1940 a 1942 –y que según su opinión, militaba entonces en el campo de los “laicizantes”- , se puede descubrir más íntimamente  el trabajo de la gracia en su corazón infantil.  Unos 50 años después de la muerte del misionero, escribe:
Michel Coquelet, mi brillante alumno, tan dulce y disciplinado, demasiado juicioso… Este niño estaba ya repleto de misticismo… Alumno demasiado perfecto, un enigma para mí; pero su compromiso al servicio de Dios y de los hombres no me sorprendió en absoluto… Cada mañana Michel, monaguillo modelo,  ayudaba a misa con fervor. El catecismo lo impartía un sacerdote modelo, don Jacques Barenton.  Este hombre ha dado el ejemplo de arriesgar su vida, a pesar de las patadas, etc., por auxiliar a un anciano víctima de los gestapistas. En 1940 se entregó a la Gestapo para reemplazar a su anciano párroco que había sido herido gravemente. Se llevaron a los dos. Jacques Barenton murió en un campo de concentración:
Según es maestro, estas dos figuras heroicas de sacerdotes jugaron un papel central en la juventud del futuro misionero. Concluye: “Ahora Michel entra siempre en mis intenciones de oración cada noche…”
Maurice, compañero de clase, confirma este retrato admirable: Michel era “un compañero  muy agradable para vivir con él… Era muy estudioso, siempre el primero de la clase sin engreírse por ello, ¡nunca el último en el trabajo! Era un ejemplo para mí”.
Pese a la dureza de la vida y las privaciones de los años de guerra, la familia Coquelet optó por dar a Miguel una educación cristiana de verdad. En 1942, supera el concurso para entrar en la clase 6ª, condición necesaria en la época para proseguir los estudios, y entra como interno en el Colegio católico  de Saint Grégoire de Pithiviers, a 20 km de su casa.
Será en ese contexto donde se va a precisar en el corazón de Miguel el deseo de seguir a los dos sacerdotes, testigos de la caridad, que lo habían impactado los años en los años de permanencia en Puiseaux. El sacerdote Yves, uno de sus compañeros de clase, testifica:
Miguel era un tipo muy original. Un poco tímido, reservado, sin embargo expresaba sus opiniones con valentía. Durante una comida, estando seis en la misma mesa, uno de nosotros pregunta a los demás: “Qué piensas hacer después?” Miguel respondió rápidamente: “Yo quiero ser sacerdote, entraré en el seminario al terminar mis estudios”.  Yo respondí que no sabía, no me atreví a decirlo, por miedo a que se rieran de mí… A raíz de eso tuvimos reuniones llamadas de “pequeños  seminaristas”, un grupo de cinco o seis, y por supuesto Miguel Coquelet  tomaba parte en esas reuniones. (…) A Miguel le gustaba cantar, solo. Se escondía detrás de un  muro o un poste y tarareaba algún estribillo… Teníamos como profesor de matemáticas al Padre Moufflet, llamado ‘Maouf’, un tipo muy original. Miguel era un poco su preferido.  Muy a menudo se oía: “¡Coquelet, al encerado!”, y Coquelet  salía al encerado, comenzaba a ponerse colorado y temblaba, lo que divertía mucho al Padre Moufflet.

La larga preparación de un misionero

Miguel estaba terminando el 4º curso cuando llegó la Liberación. Sus padres tomaron muy en serio su vocación sacerdotal: desde su regreso en 1945 lo enviaron como interno al Seminario Menor de San Miguel de Solesmes, en su diócesis de origen,  Cambrai. En esa institución prepara y consigue en 1948 el bachillerato en literatura latina y griega.
Con su bachillerato terminado y un informe elogioso, Miguel Coquelet entra ese mismo año en el noviciado de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada en La Brosse-Montceaux (Seine-et-Marne) – un lugar que ha pasado a la historia porque allí en 1944 fueron fusilados por los nazis varios Oblatos. Uno de sus compañeros lo recuerda después de muchos: “Conocí a Miguel desde el noviciado. Era al mismo tiempo discreto, alegre, con mucho humor.  Era un hermano serio, amable y fraterno. Era generoso de verdad  y lleno de fe. Era muy interesante”. Sin embargo el maestro de novicios hace sobre él un juicio más matizado, menos elogioso: “Un sujeto mediano pero que puede llegar a ser muy bueno si sigue dejándose guiar y abrir más”.

¿Qué había pasado? ¿En que se había convertido el “alumno brillante… demasiado perfecto”, “siempre el primero del curso”, que recuerdan sus paisanos de  Puiseaux? Sin duda la timidez de Miguel, el no querer aparentar ni sobresalir influyeron negativamente en el juicio de sus nuevos responsables. Miguel se entrega poco, y será perjudicado continuamente por esa timidez muy real que jamás vencerá totalmente.
En septiembre de 1949, tras hacer sus votos religiosos, Miguel es enviado con sus con-novicios al nuevo escolasticado de los Oblatos, la abadía de Solignac en Haute-Vienne. Allí cursa los estudios obligatorios de filosofía y teología, y con una vida espiritual y comunitaria intensa, se prepara para el proyecto que había elegido: ser sacerdote, y ejercer el ministerio sacerdotal como religioso misionero.
Miguel permanecerá en Solignac hasta su salida para Laos en 1957, exceptuando los dieciocho meses de servicio militar, de enero de 1952 hasta junio de 1953.
A lo largo de todos esos años, está muy unido a su familia: la frecuencia y el calor de sus cartas lo demuestran. Siempre conservará  en su corazón una profunda gratitud hacia los que le dieron la vida y la educación, que alimentaron su fe y apoyaron su vocación. Está atento a todos los eventos familiares, grandes o pequeños; sobre todo la jubilación anticipada de su padre en 1952, lo que obligará a su madre a retomar un empleo en la casa de ejercicios de Puiseaux, porque aún tienen que mantener a las dos hermanas más pequeñas.
En cuanto al servicio militar obligatorio, no fue un tiempo totalmente perdido. Miguel descubre por vez primera  las tierras lejanas: da “clases” en Oued Smar, cerca del aeropuerto  de Maison Blanche en Argel. Lo destinan por poco tiempo a la enfermería: esa tarea lo marca fuertemente pero, pese a su solicitud de destino en el hospital, lo envía como meteorólogo a Ouargla, un oasis que linda con el Sahara.
De regreso a Solignac, Miguel reanuda sus estudios y la vida de futuro misionero. Pero ha traído de Argelia una verdadera pasión por el cuidado de los enfermos, a lo que se entregará  –con discreción y competencia como siempre- a tope. Efectivamente, el superior del escolasticado escribe: “Enfermero jefe, Miguel se entrega a esa tarea con una gran caridad, espíritu sobrenatural y mucha discreción. Es competente en ese campo”. Y añade que eso lo hace “siempre en la obediencia y la regularidad: ¡no se aprovecha nunca de su cargo para saltarse en reglamento!”
El 29 de junio de 1954 Miguel hizo su oblación perpetua como Oblato de María Inmaculada.
El 19 de febrero de 1956 es ordenado sacerdote en la iglesia abacial de Solognac, en presencia de sus padres y de sus hermanos y hermanas, unidos por el mismo orgullo y la misma emoción –¡aunque un poco tristes e inquietos viendo que se acercaba la separación! Conservan de él una imagen fresca y viva a lo largo de muchos decenios: “Discreto en lo que sentía profundamente, siempre dispuesto a bromear y a minimizar los avatares de su existencia… era él, sencillamente él mismo: ¡alegre, bromista, inteligente, animado, atento a los demás y amante de la vida!”
En los días de la preparación a su ordenación, Miguel, según la costumbre, había escrito al Superior general de los Oblatos para pedir la obediencia:
¡Estoy dispuesto a ir a las Misiones, y especialmente a la Misión de Laos! Abrigo este deseo desde el noviciado,  donde recuerdo de haberme impresionado fuertemente una conferencia del Padre Louis Morin, que  murió después allá víctima del tifus… Ponía un acento tal al hablarnos de su “pobre Misión de Laos” que  yo me sentí dispuesto a seguirlo… Este pensamiento me ha ayudado en mi vida de trabajo y de oración en el escolasticado…
El 25 de enero de 1957 recibe su obediencia. Tras una breve etapa en París para recoger las cosas indispensables –todo lo necesario para celebrar la misa, para el cuidado de los enfermos, etc. –Miguel parte rumbo a Laos, donde lo acogerá Vientiane el 1º de abril de 1957.

Misionero en Laos

En torno a Pascua de 1957, ahí lo tenemos manos a la obra. Sus escasos cuatro años de vid misionera en Laos dejaron pocas huellas para la historia. Sus formadores oblatos de Francia lo habían juzgado inepto para la enseñanza; pero sus superiores oblatos de Laos, de entrada, tuvieron de él una imagen muy distinta: lo nombraron miembro del claustro de profesores en el Seminario Menor de Paksane (1957-1958). Miguel no los decepcionará. En efecto debía tener un don especial para comunicarse con los muchachos, porque Mons. Luis María Ling, obispo de Paksé, al día de hoy se siente afortunado de haber tenido, a sus trece años en la clase de 6º, ¡un profesor de francés tan bueno!
Al mismo tiempo Miguel se inicia en la lengua lao. Hizo rápidamente tal progreso que tan sólo a la vuelta de un año pudo ser enviado “en brousse” (a la montaña); y una vez, allí tuvo que emprender  el estudio de una lengua oral totalmente diferente, el kmhmu’, ¡sin contar con los rudimentos del dialecto thaï-dam! Sin convertirlo en un genio intelectual, hay que subrayar el error cometido por los doctos autores de ciertos informes relativos a sus aptitudes…
A finales de 1958, durante el retiro anual, Miguel recibe pues la obediencia para la misión de Xieng Khouang, la misma en la que el Padre Louis Morin había sido pionero. Una foto en portada de la revista Pôle et Tropiques lo presenta saliendo para su aldea de San Tôm, descalzo, sombrero montañés, amplia sonrisa, tirando de su caballo de carga. Un pobre poblado  el que le ha tocado en suerte, poblado de neófitos kmhmu’ cuya instrucción  se había podido seguir con regularidad. Las reflexiones de Miguel sobre esto, añoradas en el diario de la misión, dejaba patente sus sufrimientos de misionero, pero también la grandeza de su espíritu de fe, con tinte fr humor que era uno de los rasgos interesantes de su carácter. Él simplemente está ahí; se hace todo a todos…
El Padre Joseph Pillain, o.m.i., que fue misionero en Laos durante más de doce años, nos da un testimonio más general referente a Miguel y a algunos misioneros más:
Todos eran misioneros admirables, dispuesto a cualquier sacrificio, viviendo pobremente, en una entrega sin límites. En aquella época tempestuosa, teníamos todos, en mayor  o menor grado, el deseo del martirio, de dar nuestra vida por Cristo. No teníamos miedo de arriesgar nuestra vida y de aventurarnos en las zonas consideradas peligrosas… El equipo misionero de Laos estaba profundamente hermanados entre sí, y muy unidos al obispo. Teníamos todos el anhelo de ir a los más pobres, visitar las aldeas, curar a los enfermos, y sobre todo de anunciar el Evangelio…
Debido a las circunstancias, las cartas de Miguel a su familia serán cada vez más escasas. (Cartas que  sin embargo) permitirán a sus hermanos y hermanas imaginar  un poco su vida lejana, su tarea misionera.  Rezuman el mismo tono de desapego, el mismo humor; él sigue siendo muy discreto en relación con sus dificultades y sufrimientos.
Tampoco descarga el peso de sus dificultades sobre aquellos a quienes está encargado de evangelizar. Un testigo de aquella época, que era entonces un niño en una aldea kmhm’ a quien ayudaba el Padre Coquelet, hace un boceo de su retrato así:
Nos enseñaba el catecismo… después nos daba caramelos. Le ayudábamos en el huerto o para acarrear agua. Vivía en la iglesia: de hecho, nos disponía más que un solo edificio dividido en dos, de un lado la iglesia, en el otro la vivienda del Padre… Recuerdo que recorría el pueblo rezando, con el libro. Tenía una sotana negra y un crucifijo grande. Al verlo, la gente quedaba tranquila: había expulsado los malos espíritus… Era tranquilo, no era exigente ni gritaba como otros Padres. Prestaba fácilmente su caballo...
Otro testigo evoca, con una mirada luminosa, el sacerdote muy querido de su infancia, y relata una pequeña anécdota que resume muy bien el carácter del hombre:
Cuando yo era muy pequeño, el Padre Coquelet venía a mi pueblo y se hospedaba en nuestra casa. Los domingos venía a celebrar la misa. Me acuerdo muy bien. No había ningún canino para llegar al pueblo, venía con el caballo. Hablaba kmhmu’.  Después de misa nos daba caramelos. Un día, yo tendría unos cinco años, me habían picado los insectos en el pie  y no podía caminar. Me dio una de sus sandalias, que yo miraba. Se marchó descalzo.
En 1961 el Padre Michel Conquelet residía en Phôn Pheng, pueblo cristiano a trasmano, cerca de Tha Vieng en la provincia de Xieng Khouang, y que se llamaba también Ban Houay Nhèng. Se ocupaba de un sector muy vasto: el cantón de Nam Say, después de Xieng Khong, y la región de Tha Vieng, al pie de la imponente montaña de Phou Xao, en la carretera de tierra que va –durante la estación seca- desde Xieng Khouang a Paksane. Según un testimonio, los Padres habían sido denunciados como espías por los habitantes de las aldeas no cristianas, por envidia, al constatar el progreso realizado por la influencia de la misión. Como el resto de los misioneros de la región, el Padre Coquelet llevaba entonces barba para ser identificado como misionero y no como un americano.

Seguir a Cristo hasta el final


El domingo 16 de abril de 1961Miguel celebra el 2º domingo de Pascua con su comunidad cristiana. El lunes 17 sale para una gira: lo llamaron para atender a un herido en Ban Nam Pan. El jueves 20 de abril tenía que regresa a casa, en bici. Ignoraba aún lo que le había ocurrido el 18 a su compañero y amigo Luis Leroy, en otro sector de aquella misma región. Algunos testimonios nos premiten precisar los acontecimientos que rodean esa salida. He aquí el primero:
Mi padre estab gravemente herido en una pierna ; la guerrilla le había disparado. Llamamos al Pedre Coquelet, que vino para curarlo. En mi pueblo no había ni iglesia ni residencia para el sacerdote; así pues se hospedó en nuestra casa y quedó allí algunos días. Pero la herida era muy grave y mi padre tuvo que ser operado después en Phonsavane.  Mientra estab en nuestra casa vino a llamarlo el catequista de Houey Nhèng: otro enfermo lo necesitaba con urgencia. Inmediatamente el Padrd Coquelet agarró su bici para ir a su casa. Dos o tres días más tarde vinieron de  Houey Nhèng, insistiendo que tenían verdadera necesidad de él con toda urgencia. ¡Así pues salió de nuestra casa pero no llegó allá! La gente de mi pueblo comenzaron a buscarlo por todas partes, hasta Xieng Khouang, sin encontrar rastro. Después alguien declaró que había visto unos soldados entre Nam Pane y Houey Nhèng que agarraron su bici y la cargaron en un camión militar. Se excavó en el lugar indicado y Boun Ma golpeó con su azada la cabeza del Padre.
Un segundo testigo se informó por su cuenta, y relata el diálogo decisivo. No lejos de Xieng Khong Miguel fue arrestado por la guerrilla. Los soldados le decían: “Tu superior te manda que regreses a Xieng Khouang”.  Miguel replica: “No es verdad: mi superior me lo hubiera dicho de otro modo, hay mucha gente va i viene a Xieng Khouang. Entonces, dejando la bici, los soldados lo llevaron a la antigua carretera francesa en dirección a Ban Sop Xieng. Un poco separado de la carretera, le mandan que excave su tumba. Miguel lanza a lo lejos la llamada. Por Cristo, por los laosianos, muere de pie, sin miedo.
Sus parroquianos no pudieron encontrar la tumba; una mujer que pasaba le advirtió que no buscar más; sus asesinos volvieron para tirar su cuerpo al río. Al mismo tiempo, la casa-capilla de Sam Tôm había sido saqueada y destruida por otro destacamento. Acto seguido ocurrió lo de Phôn Pheng; el jefe de ese pueblo cristiano y su secretario fueron golpeados, encadenados, conducidos por el poblado, después fusilados, como el Padre, al borde de la carretera.
El Padre Miguel Coquelet fue asesinado in proceso alguno, sin piedad. Aún no tenía 30 años. Desde entonces su sangre fecunda la tierra laosiana.

La hermana de Miguel que era la que estaba más relacionada con él indica como comprendió el evento la familia: “No pienso que él deseara morir mártir, pero, llegado el momento, lo aceptó, probablemente con la pena de no poder continuar su misión.”
Mons. Alejandro Staccioli, o.m.i., vicario apostólico emérito, testifica por su parte el espíritu que animaba a esos Oblatos “mártires”, muertos a principios de los años 1960, entre los cuales se encuentra Miguel:
Quizá no pensaban explícitamente en el martirio, pero no lo excluían: sabían que al quedarse en Laos, dada la situación y el odio de la guerrilla contra la Iglesia, corrían el riesgo de ser asesinados. Conscientes de esa eventualidad, jamás, subrayo el jamás, dijeron ellos que aceptarían de buen grado abandonar  la misión.
Cada uno de ellos dejaba ver claramente que, por el Evangelio en ese país, ellos se entregaban por entero, que compartían plenamente  los sufrimientos y la miseria de la gente. La Iglesia nace de la Cruz y de sacrificio. Esto vale también para la Iglesia en país de misión.
Cuando la noticia de la desaparición del Padre Coquelet llega a Paksane, uno de los Oblatos escribe en el diario de la comunidad:
Cuando el combate se entabla contra tales enemigos, lo trágico es que ellos se las arreglan para sofocar incluso ese testimonio, para desnaturalizar lo presentándolo como un crimen político: he ahí la perversión peor, la firma del demonio… Oración, abandono en la Providencia, el Reino de Dios se siembra con lágrimas y sacrificio.
Algunos años después, leyendo el diario (« Codex historicus ») de la estación misionera de Sam Tôm, escrito por Miguel los años 1958-1959, su compañero Jean Subra escribe:
Con emoción, una emoción profunda he comprendido en ese texto… la dureza del apostolado en Sam Tôm, que Miguel Coquelet experimentó durante muchos meses,  hasta dos meses escasos antes del sacrificio de su vida, aceptado generosamente para permanecer in situ” al lado de los kmhmu’ que se le habían sido confiados. Si algún día alguien  quiere demostrar cómo un misionero oblato ha sido un apóstol como lo manda el Señor, que lea ese Codex historicus… Yo no salgo de mi admiración,  maravillado del espíritu de servicio de Miguel a favor de esos kmhmu’.
Esos kmhmu’ fueron bautizados demasiado pronto (me parece a mí). Fue Miguel quien soportó las pesadas recaídas, de esos bautizados que tal vez no había hecho un auténtico acto de Fe. Miguel se dio cuenta con lucidez de la debilidad de esa gente. Sin embargo permaneció firme al pie del cañón. Era un hombre humorista, un humor maravilloso;  y él los amó… El Buen Pastor. Miguel no huyó… El cayó, lo mataron en su puesto… ¿Se sabrá alguna vez qué clase de muerte le infligieron? Pero ciertamente él lo aceptó todo  por los kmhmu’ de Sam Tôm, que yo había comenzado a visitar diez años antes (en 1951), después del pueblo de Ban Nam Mon.
Que Miguel Coquelet me ayude ahora a permanecer fiel  Jesucristo, en todo aquello que Él me pedirá todavía para el servicio de la evangelización del mundo.
De la iglesia saqueada y destruida de Miguel Coquelet, muchos años después se encontró un pequeño copón, que hoy se conserva en Paksane. Era en oración ante ese copón, que contenía el sacramento del Cuerpo de Cristo, de donde Michel sacaba fuerzas para seguir a su Maestro hasta el final, hasta el don supremo de su vida en favor de Laos.

Carta de Miguel Coquelet 

al P. Léo Deschâtelets, o.m.i., 

Superior general de los Misioneros Oblatos


Solignac, el uno de Octubre de 1956
Muy Reverendo y queridísimo Padre,
«Studiis absolutis, Superiori generali... singuli præsto erunt. [Al terminar los estudios, todo Oblato se pondrá a disposición del Superior general.]» Después de haber leído y releído este artículo de nuestras Santas Reglas, tomo la pluma para escribirle no una “petición” de obediencia, sino el ofrecimiento de mí mismo al servicio del Dueño de la Mies, en el campo que usted tenga a bien designarme.
Yo me hubiera contentado repitiéndole la antigua fórmula: «Ecce ego, mitte me! [¡Aquí me tiene, mándeme!]» Pero me temo que esta indiferencia le parezca falta de entusiasmo para los diferentes ministerios de la Congregación. Por otra parte yo sé que usted quiere conocer las aspiraciones que el Buen Dios suscita en nuestro corazón, y, sobre todo, que usted manda a las Misiones solo a voluntarios.
Entonces, es esto lo que yo le diré sencillamente: ¡yo me presento voluntario para las Misiones, y de manera especial para la Misión de Laos! Quiero decir que tengo este deseo desde el noviciado, donde, recuerdo, me impresionó muchísimo una conferencia del Padre Morin, que después murió allí de tifus. Irradiaba de ese Padre un no sé qué de sobrenatural, y ponía tal énfasis cuando nos hablaba de su “pobre Misión” de Laos, tan a tono con la Congregación, que yo me sentí dispuesto a seguirlo. ¿Entusiasmo efímero de juventud? Puede ser. Pero debía haber algo más, puesto que eso perdura aún, después de siete años, y este idea me ha ayudado tanto en mi vida de trabajo como en la oración en el escolasticado.
Yo le manifiesto esto en total sumisión, contento de someterme a su decisión, porque me sería difícil –siendo cada cual un mal juez en su propia causa-, discernir entre la naturaleza y la Gracia. Ahora pido a Dios en la oración que me dé la gracia de estar dispuesto a aceptar su decisión sea cual fuere, conforme o  no con mis aspiraciones, por el sólo móvil de obediencia a lo que Él quiera.
Reciba, muy Reverendo Padre, con la promesa de mis modestas oraciones, la expresión de mi filial respeto y de mi entera sumisión, en Nuestro Señor y María Inmaculada.
Michel Coquelet, o.m.i.
Escolasticado de Solignac
Roland Jacques o.m.i.
Traduc. Joaquín Martínez o.m.i.

ç
El P. Miguel Coquelet con su caballo de carga en gira apostólica



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